Hace poco, mi pepito grillo particular y yo, nos desplazamos, un par de cientos de kilómetros, para disfrutar de una noche de cine al aire libre entre viñedos.
La experiencia prometía: Película en pantalla gigante, copa de vino, palomitas y un cielo estrellado como colofón.
Después de llegar a la zona y adentrarnos, con el coche, por un camino que bien podría haber sido el de una película de terror, donde al final te encuentras la consabida mansión llena de historias espeluznantes, llegamos a las puertas de los viñedos.
Enseguida nos percatamos de que la organización no iba a ser de ascendencia germánica. Máquina de palomitas que no producía a la velocidad adecuada, inicio de película con tres cuartas partes del público recogiendo la copa de cortesía o haciendo cola en la confirmación de entradas y búsqueda de asientos con móviles en mano.
Finalmente nos sentamos dispuestos a disfrutar de una mítica película, Grease. No sin antes correr hasta el coche para recuperar una vieja chaqueta de lana olvidada. Había empezado a soplar bastante viento.
3, 2, 1 acción. Primeros minutos, primera canción; y la pantalla empieza a plegarse. Se reduce primero por una punta y luego por toda la parte superior. A media canción solo veíamos los pies del elenco de actores. Nunca me había fijado en el calzado que llevaban. Ahora era lo único en lo que me podía fijar. Zapatos tamaño Gulliver desde nuestros asientos liliputienses.
La pantalla, según nos explicaron, era como una vela, y el fuerte viento hacía que perdiese consistencia. Los operarios intentaban mantenerla firme estirando de los anclajes, pero en la segunda canción ya se veía que era inviable continuar en esas condiciones.
La encargada del evento propuso devolver el dinero o desplazarnos para asistir a la proyección de otra película en semanas posteriores. En esta tesitura el público empezó a abandonar sus asientos, enfadados, decepcionados o molestos. Con ese sabor de no haber obtenido lo que esperaban.
El encargado de la parte técnica ofreció poner su furgoneta para así tener un fondo blanco sólido donde proyectarla. Una décima parte de los asistentes nos quedamos bajo ese cielo estrellado, apretados con nuestros acompañantes para combatir el intenso frío, disfrutando de Grease en el lateral de una furgoneta.
Y pensaréis, ¿a qué viene toda esta historia? Pues esta historia, aunque parezca nimia, me hizo reflexionar sobre las expectativas, que en muchas ocasiones se erigen como la razón única de nuestro sufrimiento.
La experiencia fue compartida por un centenar de personas, y una parte de ellas, una gran parte, pasó todo lo sucedido por el filtro de sus expectativas. Es decir, en su cabeza existía una película, una película con un guion donde todo era perfecto: Llegar en coche, sentarse en su asiento delante de una pantalla gigante bajo un cielo de estrellas, recibir una copa de vino y un bol de palomitas, y disfrutar de un clásico del cine en buena compañía.
El guion, que se habían comprado a ellos mismos, se tenía que cumplir sí o sí.
Cuando vamos por la vida con guiones preestablecidos, cosa que solemos hacer con bastante frecuencia, y creemos que se deben cumplir, estamos abocados a añadir un sufrimiento innecesario a nuestras vidas.
Está bien tener ilusión por las cosas, establecer objetivos, hacer lo posible para que salga todo bien, pero lo que nunca debemos perder de vista es que no tenemos control sobre el resultado. Las expectativas se basan en una idea, una falsa idea, la idea de que de alguna manera la vida se plegará a nuestros deseos, y por mucho que nos revelemos la vida es, y seguirá siendo, una caja de sorpresas.
Este tipo de experiencias nos muestra el camino para aprender a aceptar las situaciones tal como son, y sacar lo máximo de ellas, eso no nos vuelve conformistas, en absoluto, podemos hacer lo posible para mejorarlas, pero aún así el resultado será siempre incierto.
Yo recordaré siempre ese día como una maravillosa noche, bajo un cielo estrellado, con mi pepito grillo, mientras escuchábamos: You're the one that I want.
by Txema Morales. Escritor y Coach.
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